martes, 14 de septiembre de 2010

¿QUIEN ME REGALA UN TEHUANO?

PAPÁ YEMO Y MI TIA LA QUE REZA


CUENTOS CORTOS



MARIA EUGENIA MATU

A: Don Guillermo Novelo Reyes

En algún momento de su azarosa vida (y aún cuando alguien tenga la osadía de poner en tela de juicio esta afirmación) Maruchita tuvo infancia. Aunque usted no lo crea, ella no nació de 40 años (aunque Mafalda se empeñe en asegurar que la vida inicia en esta dorada etapa). Maruchita fue niña y tuvo, durante esa época, un bisabuelo al que llamaremos papá Yemo.

Mi papá Yemo era un hombre de camisa de levita y sombrero de fieltro, que gustaba sentarse en la portada de su casa y regalar dulces tehuanos a los niños de la cuadra. Los gustos de mi papá Yemo eran muy variados, lo mismo disfrutaba unos panuchitos de la plazuela de San Francisco (por lo que pagaba apenas, 5 centavos) que se regodeaba abrazando a la a la mestiza que iba cada martes a lavar la ropa de la familia. Los gritos de la “doña” alertaron en alguna ocasión a mi abuela “quien sabe que le pasa al viejito!!!... Vino por detrás y se me dejó caer” se quejó sofocada. Mientras, mi papá Yemo se relamía los bigotes y le presumía por lo bajo a mi abuela “Esther: ¿qué crees? me acabo de apañar a la mestiza”
Con más de 100 años, cuando lo conocí, mi papá Yemo era muy dado a la esplendidez, cada determinado tiempo daba 9 pesos para que mi tía -la que reza- le comprara sus dulces tehuanos “y te quedas con el vuelto” le decía, nunca se enteró mi papá Yemo que la bolsita de dulces ya costaba más de 80 pesos. Mi papá Yemo vivía feliz en su mundo de silencios, donde lo que predominaban eras esas viejas coplas que tarareaba quedito y que nunca, por más que aguzáramos el oído, logramos descifrar. Lo recuerdo en cuclillas deshaciendo, en el patio, sogas que convertía en sosquil para lavar trastes, lo recuerdo dándonos de sombrerazos cada que nos veía correr. La imagen de mi papá Yemo la tengo muy presente. Cada que me veía, se llevaba la mano a la bolsa y aparecía por arte de magia uno o dos dulces tehuanos que me ofrecía sin dejar de entonar esas canciones, eternas compañeras suyas.
Mi papá Yemo se fue encorvando, o tal vez maruchita fue creciendo, pero de pronto mi papá Yemo ya no me parecía tan alto. Un día descubrí que las pláticas con él eran monólogos en los que no importaba el espectador, porque prácticamente no existía nadie más que mi papá Yemo y su mundo, ese que un día vivió cuando joven.

Mi papá Yemo con todo y su sordera, con su corta visión, y sus muchos años, era feliz. Ni un solo día de su vida lo vi faltar a la cita que tenia en la portada de su casa. Cada vez más lento, mi bisabuelo se vestía, se calzaba sus sandalias acojinadas, se acomodaba sus camisas de manga larga y con el sombrero de fieltro a un costado suyo, se sentaba a mirar pasar la gente, la música la llevaba por dentro, como llevaba esos dulces de tehuano que ofrecía a la primera provocación. Porque mi papá Yemo no daba los buenos días, solo alargaba su arrugada mano y te ofrecía uno o dos tehuanos.
Un día, un buen samaritano, compadecido por aquel viejecillo que con el sombrero a un costado cantaba alguna triste canción, en la portada de una casa, osó detener su camino y obsequiarle una moneda. Más le hubiera valido al pobre hombre abstenerse de tal acción, porque mi papá Yemo lo que tenia de sordo, lo tenia de mal hablado “que se ha creído este hijo de su re...ventada madre??!!! “ decía cada que contaba ese pasaje de su vida a todos y cada uno de los integrantes de nuestra familia, por separado, en reunión, una o dos veces al día pero siempre la historia y su remate: “¿que yo estaba pidiendo limosna?? Hijo de toda su reventada madre!!!….”
Y mi papá Yemo tal vez hubiera sido eterno, sino le hubiera dado la vida el tan grande dolor de ver morir al más pequeño de sus hijos. La batalla que emprendimos nietos y bisnietos para explicarle a gritos la muerte de su benjamín, era por demás grotesca, al dolor y llanto se sumaban las risas de mi papá Yemo de vernos gesticular todos al mismo tiempo. Pero tarde que temprano, la noticia le cayó como pesada losa “este dolor va a acabar conmigo” dijo y luego el silencio. Mi papá Yemo se fue apagando como una velita -de a poquito- se fue consumiendo hasta que un día dejó de entonar sus viejas coplas.

Y pasaron los años, no se cuantos, tal vez muchos. Y nunca más nadie volvió a ofrecer a Maruchita ningún tehuano, ya los había borrado de mi memoria. Justo hoy, una mano se extendió frente a mí, temblorosa se abrió con dificultad y de pronto me pareció que era mi papá Yemo que en lugar de darme los buenos días me ofrecía un tehuano. Metí la mano en la bolsa buscando una moneda y la frase “¿qué se ha creído esta hija de su reventada madre?” Quedó suspendida en el aire, a cambio recibí un “Dios te bendiga, niña”. Dios le bendiga a usted abuelo, por haberme devuelto a mi papá Yemo por un instante

1 comentario: