viernes, 23 de marzo de 2018
PALABRA IMPRONUNCIABLE
María Eugenia Matú.
Existen palabras difíciles de
pronunciar: Desoxirribonucleico,
esternocleidomastoideo… que debido a la larga conjugación de sílabas que
contienen, hacen que la lengua se enrede. Hay otros vocablos más simples, llanos
en su estructura, que lo que enredan y estrujan es el corazón… cáncer, la
palabra que nadie quisiera escuchar decir a su médico, la palabra que se niega
a salir de la garganta mientras sentimos que diminutas agujas se incrustan en
ella, cáncer, cáncer, ¿En dónde? En cualquier parte del cuerpo, en cualquier
persona, en cualquier estrato social. Cáncer... pronunciado por un hombre, una
mujer, un niño o un anciano suena igual, suena a dolor, a miedo, a terror de
que el mañana no llegue.
Cuando lo escuchamos en
cifras: “El cáncer es la segunda causa de muerte en el mundo. En el 2015 ocasionó 8.8 millones de defunciones. Casi una de
cada seis defunciones a nivel mundial se debe a esta enfermedad” nos resulta tan impersonal, tan lejano, que no
dimensionamos el dolor. Es hasta que nos toca conocer a Vale, a Fer, a doña
Teté, Genarito, Cris… que entendemos lo que significa vivir con esa palabra que
todavía no logramos articular. Cuando junto a nosotros una madre intenta hacer
entender a su pequeño que hay que canalizarlo vía intravenosa para que ese
líquido (que le hace sentirse tan mal) pueda curarlo, nos hermanamos con ella
en la lucha diaria por sonreír y confiar en el que el mañana tiene que llegar.
Desde la comodidad de
nuestra cotidianidad somos ajenos a esas historias salpicadas de incertidumbre,
de temor, pero que también encierran fe, esperanza, fortaleza y hasta aceptación.
“No se angustie, confíe en Dios y en que él hará lo mejor para su niña” exclama
solidaria una mujer que ha detenido su andar en el pasillo de un hospital para confortar a otra
que, abrazada a una columna, llora desesperada mientras su hija yace en el
quirófano. Y ahí va Teresita, luego de alentar a la desconocida, a enfrentar
con absoluta entereza su propia historia, esa en la que ella es protagonista
junto con su hijo desahuciado. No hay
forma más directa para empezar a apreciar las cosas sencillas que la vida nos
ofrece que el saber que la enfermedad nos atisba detrás de la puerta.
Las cosas buenas que la
vida nos regala son fáciles de recibir, buscamos bienestar económico, ansiamos
triunfos, queremos el mejor entorno y cuando todo nos llega, simplemente lo
aceptamos con la naturalidad de lo obvio, sin preguntas, ni porqués. Es en el
momento en el que palabras como cáncer, quimioterapia, neutropenia, insisten en hacerse parte de nuestra
existencia, cuando aflora nuestra rebeldía e inmediatamente cuestionamos a
Dios, a la vida, al destino ¿Por qué yo? ¿Por qué a mí? Pero entonces, ¿Por qué
a Celita, por qué a Vale, a Roberto o doña Teté?
No existen respuestas para todos esos porqués
y tal vez debamos reenfocar la pregunta a un ¿Para qué? Sí, nadie pide tener
cáncer, pero cuando nos toca, cuando tenemos la certeza de que ahí está, no
ganamos nada renegando, cuestionando o buscando un culpable. Y no, no hablo de
resignarnos sino de aceptarnos. De asimilar el hecho de que tenemos que
reestructurar nuestra vida, nuestras prioridades. Mi hija fue diagnosticada con
un tumor llamado Ependimoma Mixopapilar y ¿Para que sirvió esta enfermedad?
Para empezar a disfrutar las cosas que realmente valen la pena. No es un carro,
un cargo en una empresa, un título académico o la bonanza económica lo que me
hace sentir bien. Es la dicha de levantarme un domingo y verla dormir
acompasadamente en su cama lo que hace que mi corazón lata con tranquilidad. No
hay que resignarnos a batallar con el cáncer. Hay que aceptar que esto es lo
que nos tocó vivir y salir día a día a eso: a vivir, a confiar en Dios, en la
vida, en los médicos, en todas esas personas que dedican sus horas a la noble tarea de regresar la
tranquilidad de la salud no sólo a un cuerpo indispuesto sino al alma
atormentada de una familia.
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