lunes, 11 de octubre de 2010

NADIE HABLARÁ DE MI CUANDO HAYA MUERTO


María Eugenia Matú
Publicado en la revista XANUN (noviembre de 2004)

Solo habré muerto cuando me hayan olvidado. La suave brisa de octubre trae a nosotros viejos y conocidos olores, olores olvidados. Olores que nos guían. Olores que entre mezclados nos recuerdan que se acerca el día de muertos. Las albarradas del pueblo han sido pintadas ya, de ese blanco intenso, de ese blanco que sólo poseen las albarradas de los pueblos.
Todo en Pomuch es contrastante, el fresco olor a la tierra húmeda se combina suavemente con el calor que emana de los hornos de pan. Las blancas albarradas rodean las casas de huano y cobijan a esas mujeres de coloridos huipiles de cuyas manos brotan lo mismo “coquitos”, que incensarios, xpelón, o mazapán. La caravana de Radio Universidad inicia el recorrido.
Junto con López decidimos caminar, olvidarnos de esa maquinaria infernal –invento del hombre blanco- que fácilmente te atrapa en su cómodo interior y que nos ha traído a este encuentro. Ellas, las mujeres de coloridos hupiles se acercan, sonríen, preguntan, hablan entre sí “la maya”. Nos acompañan, caminan a nuestro lado y sonríen, siempre sonríen. Nuestras manos recorren esas blancas albarradas, los ojos exploran el camino y descubren lo mismo elotes tiernos que calabazas.
La mañana se va transformando, mientras el sol busca el cenit en el horizonte, los pasos se vuelven lentos, pesados. El calor agobia, el sudor nos convierte en entes pegajosos de andar cansado. Ellas, las mujeres de coloridos huipiles, se han cubierto con rebozos, reacomodado su carga en la cabeza y aligerado el paso, sonríen, siempre sonríen. La maquinaria infernal –que ya no nos lo parece tanto- pasa a nuestro lado, sus tripulantes -cómodamente sentados- también sonríen. ¿Apresuramos el paso? No, no creo que nuestros anfitriones tengan prisa, se quedarán ahí, a la espera de que alguien llegue a visitarlos. Se quedarán ahí por los siglos de los siglos.
¿y si nos perdemos?,¿Aquí,... en Pomuch?... Bueno, ante tanta insistencia decidimos darle trabajo a un triciclero. Ahí vamos: al encuentro con nuestras tradiciones. El aire nos despeja, nos refresca, sonreímos, rebasamos a las mujeres de coloridos huipiles que nos regresan alegres el saludo. Entre una y otra pedaleada el triciclero nos cuenta brevemente su diario ir y venir. Hasta donde se lo permiten nuestros kilos, nos platica, nos sonríe. Al fin llegamos, dice.
En silencio entramos al camposanto, recorremos las veredas una a una, nos encontramos con lo inevitable, con el destino al cual todos nos enfrentaremos un día. Ahí en esa soledad, nos encontramos también con nuestros propios muertos, con nuestros miedos del ser o no ser. Todos: ricos y pobres, hombres y mujeres, sin importar edad, todos finalizamos el camino ahí, en la tierra roja, en el piso del camposanto.
Todo se ha dispuesto ya, el equipo, los micrófonos, hasta cámaras de video llevamos. Queremos documentar esta tradición. Y ahí nos encontramos, con el sol a rajatabla y las preguntas revoloteando en la mente. De entre los lugareños que afanosamente limpian, pintan, lavan las tumbas de sus familiares escogemos a Don Gabriel Tuz y su esposa Irene Chi. Han terminado de cambiar el mantel que acuna los restos de mortales de los padres de Don Gabriel. Ahí mezclados, entretejidos, combinados y sin lograr diferenciar los huesos de uno y otra, los padres de Don Gabriel duermen –desde hace 50 años-el sueño de los justos.
Portillo y López llevan la segunda vuelta al cementerio, las cámaras van recogiendo los testimonios de quienes acuden a este encuentro. En close up, en paneos están las imágenes de los vivos y los muertos, todos en silencio. Unos, los vivos, limpiando, acomodando. Otros, los muertos, esperando... siempre esperando.
Los osarios abiertos, los manteles que ya han sido cambiados se van acumulando en espera de ser llevados al basurero. Flores nuevas en el jarrón, agua limpia. Cráneos, fémures, costillas… ese cúmulo de huesos en los que nos convertimos después de muertos, son arropados con mantelillos blancos, resplandecientes igual que el blanco de las albarradas.
No, Don Gabriel dice no temer...”¿porque voy a tener miedo? Se pregunta sonriente al tiempo que se responde... “si esta es mi verdadera casa, la otra -donde vivo- es no’más de paso, mientras me muero” .
Estos días son de fiesta, porque vienen de visita los Pixanes, son tiempos de regocijo, de felicidad. Y mientras limpia y cepilla los restos mortales de sus difuntos Doña Irene enhila sus recuerdos con los rezos. Ahí, en el camposanto de Pomuch los Pixanes regresan a ese encuentro ancestral con los suyos, rinden tributo a la tierra y esperan, esperan el nuevo momento del reencuentro. Sólo habré muerto cuando me hayan olvidado.

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